miércoles, 12 de mayo de 2010

LA VIOLENCIA DEL ADIOS

La violencia del adiós era tan fuerte como fue anhelado, y la lejanía, que viajaba súbita, hacía crecer el horizonte y dejaba más claro que nunca que no hay marcha atrás, que cada segundo cuenta. No podía ser mejor: así, rápido, fugaz, en el aire, sin alternativas, que no diera tiempo a pensar ni arrepentirse. Quizás en balsa nunca lo hubiese hecho realmente. No se pero, alejar la orilla progresiva y lentamente, paso a paso, remo a remo, impulsado con la potencia de mis músculos, luchando contra corriente y contra esa extraña fuerza que como la gravedad te atrae al mismísimo punto donde surgiste. Tal como el árbol se agarra cada vez más profundo a la tierra para evitar que lo arranquen, entonces comprendí que mis intentos en balsas no habían sido más que alardes o terapia para evacuar el desdeño porque, yo era un árbol de veintinueve años con ramas esparcidas y raíz profunda, y arrancándome así, a toda velocidad, viendo mis entrañas alejarse, llegaron las dudas, rocé el arrepentimiento. Casi seguro que remando, antes que se extinguiera en el horizonte la última luz costera, hubiese regresado a nado si era preciso. Es un sentimiento indescriptible este adiós obligado a convertirse en “traición a la patria” a cada metro que se aleja y que condena haciendo pagar el desacuerdo con exilio perpetuo. Si algún día puedo volver solo tendré derecho a hacerlo como turista. Y cuando esto pasó por mi mente, la indignación me invadió, se hizo ira que compadece y justifica como bálsamo el dolor, y entonces envalentonado, vuelvo a mirar a La Habana que ya era un lejano campo de lucecillas obnubiladas entre las nubes, o quizás ya no estaba, yo la percibía, y le grito entre dientes: “Puta”. Y entonces lloro, pero de alegría: “¡Lo logré, coño, lo logré, me escapé. Al fin!”.

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