sábado, 25 de diciembre de 2010

LA NOCHE BUENA SE CONVIRTIO EN NOCHE MALA, O POR LO MENOS EN NOCHE SOSPECHOSA

Aquella Religión/ Capítulo 12
¿Creencias religiosas?
_ Creo en la lucha armada y en la revolución. –contesté”.
Como todos los niños, yo también adopté las creencias de mis padres, aunque por supuesto, no las consideraba creencias, ni tenía conciencia de haberlas adoptado. Sencillamente, era la única forma lógica de existir y así contestaba cuando alguien me preguntaba, cuál era mi religión.
Debes decirlo con voz firme y segura” me dijo mi madre el día de mi inscripción en las filas de los pioneros.
Creo en la lucha armada y en la revolución”, me hizo repetir varias veces para que lo aprendiera de memoria. No entendía nada, pero imité el mismo énfasis, la misma entonación con calcada imitación, hasta que llegué a querer aquella frase. “El orgullo tiene que sentirse cuando lo dices”, me decía.
Tampoco entendía la reacción del interlocutor. La mayoría de las veces se quedaba pasmado de sorpresa y luego de algunos segundos de reflexión delante de la planilla, intentaba resumir mis palabras para lograr llenar la pequeña casilla correspondiente a la respuesta. Recuerdo no estar satisfecho al ver que inscribía sencillamente “no” o “ninguna” y en el papel no quedaba reflejada mi rebelde misiva.
La respuesta más corriente a esa pregunta por aquellos años era, “ninguna”. En la Cuba de los años sesenta, setenta y hasta parte de los ochenta, muy pocos se atrevían a confesar sus creencias. Las religiones se habían convertido en disidentes, no tanto perseguidas pero sí mal vistas, y aquellos que tenían aspiraciones personales, profesionales o solo existenciales, no tuvieron más remedio que esconder sus reliquias debajo de la cama.
Otras veces, el interlocutor se mataba de risa con mi frase, sobre todo cuando se trataba de un contexto informal, pero mi respuesta era invariable, no importaba el momento, aunque me hubiese preguntado el bodeguero.
_ ¡Ay niño, pero qué belicoso eres!
Y corriendo fui a preguntarle a mi madre que quería decir eso de belicoso, extrañado y orgulloso de provocar con una simple frase reacciones tan diferentes.
Desde los siete años, así, en cada inscripción, conversación, entrevista, papel, encuesta y dondequiera, esperaba y deseaba que me hicieran la famosa preguntica: “¿Creencias religiosas?”, loco por deslumbrar o asustar, hasta ya adolescente.
También aprendí desde pequeño a detectar aquellos pocos que confesaban no pertenecer a mi religión, y aprendí a mirarlos como rarezas y hasta con cierto desprecio. Recuerdo el día que Alipio, se quitó la camisa durante el curso de Educación física y descubrí que de su cuello colgaba una pequeña cruz dorada. Aquello me dejó alelado. Había visto ese signo en el tope de los altos edificios que llamaban iglesias, --los cuales nunca había visitado-- en algún libro de antes de la revolución, en casa de mi abuela porque era vieja, pero en el cuello de un compañero de aula, nunca lo sospeché. En casa me explicaron que, al igual que abuela, eran niños que creían en muñequitos que hacían colgar de las paredes, a los cuales les hablaban y le pedían cosas. Así quedaron absurdos e ilógicos esos otros. No eran malos, eran antiguos como mi abuela y un poco raros.
Recuerdo también otra compañera de clases que no saludaba la bandera, ni cantaba el himno, ni decía a coro nuestro lema: “Si avanzo sígueme, si me detengo empújame, si retrocedo mátame”. Todos los niños del aula gritando a voz en cuello con galillo prepubertal, emulando con las demás aulas, y ella permanecía inmutable, como si no estuviera. La recuerdo bien, pero no me acuerdo de su rostro porque nunca más la miré por ser tan rara. De ella me explicaron que era Testigo de Gehova, esos no usaban muñequitos, pero también creían en seres que vivían en las nubes, se oponían a la ciencia y no respetaban a la patria.
Mi hermano, se inventó sus propios Santos. Eran una pareja de niños que llamó Usilinga y Maristaca que estaban presentes en cada uno de sus actos. “Lo hice porque Usilinga me dijo que podía, pregúntale si quieres”, justificando cualquiera de sus locuras infantiles o “No fui porque Maristaca me dijo que no fuera”, y llegó hasta deformar las evidencias: “Fue Usilinga quien pasó y rompió el jarrón”. Conversaba con sus dos personajes invisibles y les atribuía la causa de todos sus actos.
Mis padres tenían un dios vivo y bien presente. Los católicos esperaban el domingo para ir camuflados a la iglesia y oír las palabras de un representante, nosotros teníamos nuestro dios en carne y hueso casi todos los días en la televisión. Joven, alto, fuerte, elegante, también lucía una barba y también soltero como imagen única, y siempre vestido de verde olivo. Hablaba durante horas de cosas serias, a las cuales mi padre prestaba meticulosa atención, y hacía comentarios rápidos entre los pequeños silencios o pausas ortográficas, siempre rellenas de ovaciones de aplausos, casi automáticos pero manuales. Aprendí a esperar el final de aquellas largas intervenciones sin chistar. Cuando nuestro dios hablaba, no había, ni debía haber nada más que hacer, solo oírlo, y su voz resonaba en todo el barrio como un eco de montaña, puesto que de los televisores vecinos, encendidos con alarde a todo volumen, nos llegaba el sonido de su escalofriante voz con segundos de retardo. En esos momentos, todo excepto escuchar se llamaba “falta de respeto”. A veces nos dejaban jugar, siempre y cuando fuese en silencio y al primer debate el juego era dispersado y terminábamos mi hermano y yo, obligados frente al televisor, sin poder entender la razón de por qué nuestro dios estaba siempre tan bravo, y gritaba con voz crispante y profunda. Aún sin entender una palabra, sentía la emoción y el inmenso respeto que le profesaban mis padres, y mis poros infantiles se erizaban. Años después, esto llegó a ser un reflejo condicionado perfecto y todos mis pelos, hasta los del cráneo, se crispaban de solo escuchar su nombre.
A pesar de la adoración que sentía, me aburrían aquellas repetidas retrasmisiones del discurso que muchas veces ya había vivido en vivo y al directo. Las estaciones del año prácticamente inexistente en el caribe eran marcadas por aquellos actos políticos, y se hablaba del antes del discurso y del después del discurso. Las fiestas y fechas religiosas fueron prohibidas y remplazadas por fiestas en fechas patrióticas. La “Noche Buena” se convirtió en noche mala o por lo menos en noche sospechosamente ordinaria. Los Santos fueron remplazados por Mártires y Héroes nacionales y extranjeros de países socialistas. Los días festivos, íbamos a la plaza o bien al trabajo “voluntario”.
A las guirnaldas de luces intermitentes del viejo arbolito de la antigua navidad, mi padre les daba forma de estrella y la alumbraba sobre el techo de la casa, cada 26 de julio y 1ro de enero. La nuestra era la casa más alta de la colina y estábamos orgullosos de saber que nuestra estrella de colores intermitentes coronaba el cielo del sur de La habana.
El esperado día había sido anunciado durante meses, por todos los medios de difusión. Entre los programas de televisión, en la radio, en el mural de la escuela y de los centros de trabajo, en afiches públicos y bocinas callejeras, en todas las obligadas reuniones de todas las organizaciones de masas, y hasta en el calendario anual. Esa mañana, desde las cinco y media, los vecinos miembros del ejecutivo del C.D.R; entre ellos, durante algunos años, mi padre, recorrían las aceras pregonando y despertando a toda la vecindad, compitiendo con el canturrear de los gallos, que desde los patios del barrio, se pasaban la noticia como contrapunto en que sucesivamente entran nuevas voces que imitan la anterior.
_ ¡Arriba caballero, llegó la hora de movilizarse!
_ ¡TODOS A LA PLAZA CON FIDEL! -gritaban desde la calle.
_ ¡De pie revolucionarios! La revolución nos espera.
Minutos después, se oía venir el carrito con altoparlantes, que días anteriores había pasado por el barrio vociferando consignas y recordándonos la cita, esa mañana pasaba sonando himnos y marchas de combate, acompañando al locutor que, gritando, incitaba la mañana. A mí me encantaba todo aquel barullo, ver la ciudad entera levantada rotunda y súbita antes del sol. Inmediatamente encendíamos las luces del exterior de la casa para responder al llamado lo antes posible. Cuanto más rápido mejor. De lo contrario, se corría el riesgo que los vecinos del ejecutivo de dirección de la calle, se detuvieran frente a la casa a llamarnos por el apellido familiar.
Bueno, bueno, ¿qué pasa con la familia Pérez?”, o bien empezaban a gritar nombre por nombre los integrantes de la familia retardada, ya avergonzada antes del alba, y aquello provocaba comentarios durante varios días. Unos minutos de retardo sin lógica justificación y podían empezar las dudas sobre la verdadera motivación revolucionaria.
Ese día, no había escuela, ni transporte público, ni bodegas, ni tiendas, ni iglesias, nada. A las siete de la mañana, nos encontrábamos con los cientos de vecinos del reparto Apolo y Víbora Park, en la calle Maria Auxiliadora, frente a la escuela secundaria Rafael Carini, donde las guaguas del transporte urbano paralizado, se reunían para hacer el único trayecto autorizado: Llevarnos a la plaza. Le llamaban el “punto de control”, y era literalmente eso. Cada presidente de calle, el llamado “Comité de defensa de la Revolución” (C.D.R.) apuntaba en una lista los presentes según íbamos montando en el ómnibus correspondiente. Hubiese sido más fácil anotar los pocos ausentes, pero el orgullo de ver nuestro nombre en la lista nos hacía sentir importantes, y además, al regreso, tendríamos derecho a ganar el bono de “presentes” o el estandarte rojo que colgaríamos con orgullo a partir del día siguiente en nuestra camisa escolar.
Las guaguas nos conducían a otros puntos en las proximidades de la Plaza de la Revolución, a solo unos pocos Kilómetros, donde nos reuníamos con el resto de los vecinos de los diferentes barrios y repartos del municipio Arroyo Naranjo. En ese punto de aglomeración, éramos miles. Una vez todos reunidos, comenzaba la marcha combativa de nuestro municipio hacia la enorme explanada coronada por el monumento a la Revolución. Cada municipio entraría a la plaza por axos diferentes, y ocuparía en la misma, áreas diferentes. La organización era perfecta. Entre barricadas se marcaba el camino inconfundible, allí llegaríamos a ser un millón. Cuando niño me ataba fuerte a mi madre por miedo a perderme. Adulto, luego de hacerme remarcar por los jefes inmediatos del trabajo o de la calle, según el que hubiese convocado para esa ocasión, buscaba perderme.
La marcha hacia la plaza era como todas las tareas, una constante emulación. Todos empeñados en llegar a ser el municipio habanero más combativo, el más abnegado, el primero, el más organizado, el más revolucionario, lo que se podía traducir como el más histérico y escandaloso. Gritos y gritos de consignas revolucionarias acompañados de tambores, de trompetas, silbidos y matracas. “CUBA SI, YANKIS NO”, “PA’ LO QUE SEA FIDEL PA’ LO QUE SEA”, “COMANDANTE EN JEFE, ORDENE”, “SOCIALISMO O MUERTE”.
Se distribuían diferentes banderolas de papel: cubanas, rojas, otras roja y negra que era la bandera del movimiento 26 de julio. Recibíamos también pancartas y carteles.
_ Dame la efe! -gritaba un enardecido.
_ ¡EFE! -respondíamos todos.
_ Dame la i.
_ iii. -todos a coro.
_ ¡Dame la De! –con el cuello lleno de venas.
_ ¡ Deee!
_ ¡Dame la E! -atizando y excitándose cada vez un poco más.
_ ¡Eeee! –gritábamos todos casi unísonos.
_ Dame la ele.
_ Eleee.
_ ¿Qué dice? -preguntaba en medio de su clímax.
_ ¡FIDEeeL!!!
_ No se oye! -incitando a la locura.
_ ¡FIDEEEeeL!!!. -el pueblo desgalillado.
_ ¡Repite!
_ ¡FIDEL, FIDEL, FIDEL,...! -hasta que se convertía en rumba y salíamos bailando con su nombre.
Granizados, refrescos y algunas chucherías de comer a precio reducido e incluso gratis era otra de las cosas que cambiaban la rutina de aquellos días. No faltaban aquellos que perdían el grupo haciendo colas o intentando atravesar tumultos para alcanzar comer algo antes que el discurso comenzara. En algunas esquinas, disponían pipas de agua potable que utilizaríamos como ducha para refrescarnos. Dios no hablaría hasta la una de la tarde, y era difícil soportar el mediodía habanero, que ponía a hervir el chapapote de la plaza. El ambiente era jovial, alegre, carnavalesco. Unos rumbeando consignas a coro y tambor, bailando una comparsa antiyanqui: “Fidel, (tun) Seguro, (tucún) Al yanki dale duro”, o bien aquello de “Ay malembe, que los cubanos ni se rinden ni se venden, malembe.” Jóvenes trovadores improvisaban peñas por todas partes, interpretando canciones de Silvio y Pablo que todos conocíamos y entonábamos juntos. Múltiples banderas ondulando batidas por el viento. Los balcones adornados para la ocasión abarrotados de espectadores que nos saludaban al pasar. Las parejas de enamorados esperaban pacientes desbordando su pasión sobre el césped. Los piropos llenos de humor no faltaban, ni tampoco las miradas, el toca-toca y la calentazón.
A la una de la tarde, luego de entonar las notas del himno nacional, comenzaba el discurso. Los diez primeros minutos, sus palabras eran calmadas, su voz tenue, simpática y relajada. A veces, hasta hacía reír toda la multitud pero, luego del habitual recuento de los indiscutibles logros alcanzados desde su llegada, empezaba a encabronarse solo, a insultar a todos los países capitalistas, y después de la Perestroika al mundo entero, a prepararnos para resistir, y convencernos de la próxima y siempre inminente invasión norteamericana, a recordarnos descaradamente cuanto le debíamos a él y a la revolución, y disimuladamente lo que nos esperaba si..., gritando con alarde de macho duro y desfachatado.
Nunca menos de cuatro horas. Y mientras más grande el cansancio, más grande la paranoia.
_ Niño disimula que se van a dar cuenta. -me decía mi madre.
¿Cuenta de qué?- pensaba- Del agotamiento, del aburrimiento, de la pérdida del interés y de la concentración, de los vértigos, de mis debilidades, del dolor en los pies, del calor, del hambre?”. Pero como en toda buena religión, hace falta una buena dosis de reprensión, así que, disimula niño. De todas formas, las guaguas para regresar solo estarían en el punto de control al final del discurso, por lo que no había más remedio que callar, aplaudir y esperar.
Solo en algunas pocas ocasiones, faltaría a uno de esos “llamados masivos”, alegando una enfermedad, y pude comprobar lo aterrador que puede ser una ciudad desprovista de sus habitantes. A las diez de la mañana en el barrio, solo el viento parecía estar vivo. El silencio dejaba escuchar el susurro de las hojas de los árboles. Los gatos se paseaban frescos por el centro de las desoladas avenidas y los perros alborotados, asustados de incomprensión. El tiempo parecía suspendido por la ausencia. En algunos portales, descubrí algunos pocos viejos con problemas locomotriz evidente.
Las pocas veces que me ausenté, me sentía pérfido y no podía evitar la vergüenza de no estar donde debía. Si me atrevía a salir de la casa, portaba algún signo claro de mi incapacidad, una mano vendada, o cojeaba, o me ponía la minerva de mi padre al cuello.
Con los años, empecé a comprender el significado de todas esas consignas que automáticamente grité, y la palabra muerte me empezó a sonar como una amenaza y no como un heroísmo. Comencé a buscar respuestas y empezaron los problemas. Mientras mi pensamiento estuvo ligado a la histeria colectiva, todo marchaba bien, la existencia era algo simple y parecía rodar espontánea, sin obstáculos. Poco a poco, sucesos voluntarios e involuntarios me forzaron a ir buscando y comprendiendo mi obligada diferencia, y entonces el mundo se viró al revés. Empecé a temer al desprecio y a la soledad. Comprendí que el rechazo podía venir como un flash, de todas partes, hasta de mi familia. Pero por otro lado, sabía que quería ir a la universidad y que quería llegar a ser o hacer algo, o alguien. Si no gritaba y participaba no podría:
¡EL QUE NO SALTE ES UN YANQUI!”, gritaba un enardecido en cualquier obligada manifestación, y yo saltaba avergonzado de mí mismo por saberme cobarde, vencido y ridículo, pero lo hacía.

3 comentarios:

  1. que pena cuando a un pais les lavan el cerebro, que queda de la revolucion ?? nada solo coruptos.llege un dia a casa de Enrique y armando su cuñado estaba desesperado por que no podia encontrar pañales, sali corriendo por toda la habana abuscar los pañales al final los encontre los hijos de la revolucion los tenian bien guardados para la gente que paga con chavitos, los encontre bienn caros y con propina incluida, asi funciona cuba, Enrique que siempre defendio la revolucion se vio en sus años de vejez solo sin sus hijos menos mal que al menos sus hijos mandavan euros para cuba y su vejez pudo estar mejor atendida esos es lo que trago un tirano llamado Fidel separar a las familias cubanas,

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  2. Es muy triste lo terco que fue y mas incredible su largo poder. Menos mal que ya termino ese Fidel que sacudio a la preciosa Cuba del Caribe, Hermana de las demas islas caribenas. la cual tambien conjuntamente se admiro por su fuerza e impresionante decision. Todos los paises tienen su pobrezas y su riquezas no hay ninguno totalmente perfecto pero basta con querer llegar a esa suprema perfeccion y anadir bendicion al bienestar colectivo del progreso de este loco planeta.

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