martes, 16 de noviembre de 2010

EL NEGRO TIENE SU RUBIA

Tongui nos llamó para ofrecernos un contrato. Al fin. Desde septiembre 2001 nadie nos llamaba para nada. Todo el presupuesto para la cultura fue súbitamente restringido, y aunque nosotros no éramos cultura propiamente dicha, sino animadores tropicales, fuimos recortados de cuajo. Todos los contratos próximos, incluyendo aquellos de soirées y cocteles privados desaparecieron de un día para otro, y el teléfono dejó de sonar.

Cuando Tongui nos llamó saltamos de alegría. Nos aclaró que debíamos ayudarlo un poco en la organización del evento, y que por ello nos pagaría 50 euros más. Super. Un total de 150 euro. Dijimos que sí de inmediato.

Tongui no era músico, ni siquiera tenía ritmo, pero como era negro como un tizón ningún belga puso jamás en duda sus dotes que supuestamente “llevaba en la sangre”. Solo el resto de los músicos sospechábamos que debía padecer alguna disgracia sanguínea.

Por supuesto, tocaba la percusión, y aunque el desmadre que armaba era tremendo, lo hacía con tanto entusiasmo, con su inagotable sonrisa blanquísima y amplia hasta los molares, y de vez en cuando gritaba en el micrófono: AZUCAR, que era lo único que sabía decir en español, y el show estaba garantizado.

Dos cosas tenía Tongui a su favor. Una era el color de su piel y el de sus camisas floreadas, y la otra era la esposa rubia que tenía que se encargaba de ser intermediario entre los organizadores y él, y esto último resulta primordial. A un organizador blanco, rubio y de ojos azules, le es mucho más fácil firmar un contrato con una blanca, rubia de ojos azules que con un negro músico, en este caso, animador. Yo por mi parte también tenía mi rubia que organizaba mis cursos de baile.

Esa noche, cuando llegamos a la fiesta, supimos en qué consistía la ayuda suplementaria por la cual estábamos pagados 50 euros más. Antes de tocar, debíamos disfrazarnos de hawaiobrasilatinos, con sombrero de pajas, collares de flores plásticas, las muchachas con bikini brillante, plumas y frutas en la cabeza, y sosteniendo bandejas con canapés, recibir en la puerta muy sonrientes a los invitados. Aquello nos pareció humillante y empezamos a protestar, pero Tongui se dispuso a darnos el ejemplo. Se quitó su traje floripondeado, que no era traje sino su vestimenta habitual, se vistió de harapiento, agarró un cajón de limpiabotas y comenzó a pasearse entre los elegantes invitados, haciendo un gesto ridículamente humilde que parecía un saludo japonés, con una sonrisita brillante, ofreciendo su servicio, y terminamos todos asumiendo nuestro papel. Nos disfrazamos, repartimos canapés y después tocamos y, menudo espectáculo que dimos.



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